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Poder a la Gente

El año 2000 significó para México uno de los acontecimientos históricos más relevantes en el ámbito político. Vicente Fox, candidato del Partido conservador de derecha Acción Nacional (PAN), triunfaba en las elecciones presidenciales, terminando con un monopolio de 71 años en el poder ejercido por el Partido Revolucionario Institucional (PRI). La población del país vio esa victoria no solo como un triunfo de la democracia, sino como una esperanza de “regresar el poder a la gente”. A 22 años de aquel suceso histórico, y con la izquierda gobernando por primera vez al país, la percepción de que el poder se ha ido de las manos de la gente, y que una élite controla la mayoría de las decisiones importantes que afectan a la población, persiste, además del hecho, empíricamente comprobado, de que esas decisiones están cada vez más alejadas de las necesidades del ciudadano común, motivadas por intereses políticos o personales. Quizá esto explique los bajos niveles de confianza de la gente respecto a sus gobernantes, como lo muestra la Encuesta Nacional de Calidad e Impacto Gubernamental (ENCIG), realizada por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) durante los meses de noviembre y diciembre de 2021, y cuyo objetivo fue medir precisamente los niveles de confianza de la población respecto a distintos organismos de gobierno. El estudio arrojó que únicamente el 54.1% de la población encuestada confía en el gobierno federal, un 40.3% en los jueces y magistrados, y apenas un 34.3% en la cámara de diputados y senadores. El porcentaje más bajo fue para los partidos políticos, con un paupérrimo 27.9% de confianza1.


En lo personal, independientemente de que no me identifico con ningún partido, y de mi creciente escepticismo hacia la política en general, y hacia los políticos en particular, he tratado de analizar en qué momento cedimos el poder, como comunidad, a una élite de demagogos, populistas, megalómanos y ególatras, a quienes pareciera importarles cada vez menos la opinión y necesidades de la gente. Por supuesto que no todo es negativo en el sistema político y de gobierno; creo en la democracia y en el ejercicio de participación ciudadana, al igual que en el papel del Estado como regulador del enorme e insaciable poder capitalista, pero considero que estamos muy lejos de tener el control sobre las decisiones que más nos convienen como sociedad. También soy consciente de lo difícil que es establecer un consenso sobre qué es lo mejor para la mayoría de la gente debido, en parte, a la polarización que impera actualmente en el país y en mi estado, Yucatán. Sin embargo, reconozco el poder de la solidaridad, la empatía, el respeto y la cooperación como elementos clave para reactivar nuestra vida (y poder) en comunidad. Es por eso que comparto al lector este análisis que trata de responder a uno de los cuestionamientos más interesantes acerca de la democracia: ¿Es posible recuperar ese poder?


Lo inevitable de vivir en sociedad: el contrato social


Antes de entrar en detalle sobre el origen de las élites gobernantes, cómo fuimos cediendo el poder a jueces, legisladores, gobernantes y tecnócratas, y si es posible recuperar el control, es interesante analizar cómo es que, sin pedirlo ni dar nuestro consentimiento, nos encontramos inmersos en una maraña de leyes, códigos, estructuras y lineamientos sociales desde que nacemos, mismos que rigen nuestra vida diaria y “merman” nuestra libertad. Rousseau llama a esto el contrato social, es decir, el acuerdo implícito que todo ser humano acepta por el simple hecho de nacer en una sociedad que le provee ciertos derechos a cambio de renunciar a la libertad de la que gozaría si permaneciera en un estado “natural”. Esta es la razón por la que, desde niños, nos enseñan a ser buenos “ciudadanos”, lo que significa simplemente seguir las reglas establecidas mucho antes de que naciéramos, sin cuestionar por qué.


Conforme avanzamos en edad y madurez (también es el Estado el que define cuándo alcanzamos esa “madurez”; en México, es a los 18 años), podemos hacer valer nuestra voz y desacuerdo con dichas reglas a través de los mecanismos democráticos disponibles, siendo el voto el más común de ellos (y también el más efectivo, hasta ahora). La democracia, menciona Przeworski, es el único mecanismo por el que el pueblo puede ejercer su poder y la única forma de libertad política factible en nuestro mundo2. Sin embargo, hay algo acerca de la democracia que no termina de convencer, como mencionaba en el párrafo introductorio, ya que a pesar de ser un ejercicio abierto y disponible para toda la población, las decisiones que toman quienes acceden al poder a través de los mecanismos democráticos, no parecen estar en sincronía con las necesidades y perspectivas de la gente. ¿A qué se debe esta disonancia? A múltiples factores, desafortunadamente.


Uno de ellos es que, si bien la democracia es el mecanismo para hacer valer nuestros derechos, no genera automáticamente las condiciones para ejercerlos, menciona Przeworski. La ciudadanía, junto con la responsabilidad de ejercerla, no se da como un impulso natural en el individuo, parecido al ímpetu de encontrar el amor en una pareja, o el instinto maternal; se construye a través de la educación, principalmente.


Otro factor es el hecho de que la democracia es “vendida” como el poder emanado del pueblo (de hecho, la raíz etimológica del término significa, literalmente, el poder del pueblo: demos, pueblo, y kratein, gobernar). Pero el pueblo al que se refiere la democracia es una entidad, no una unidad; esto, por más obvio que parezca, pasa desapercibido al momento de inconformarse por las políticas establecidas. La democracia es la voluntad de la mayoría, no de cada individuo. Por tanto, el ideal de autogobierno, menciona Przeworski, a lo más que podemos aspirar, es a un sistema de toma de decisiones colectiva que mejor refleje las preferencias individuales y que deje a la mayor cantidad de personas satisfechas con la decisión.


Por otra parte, otro elemento a considerar es que la democracia garantiza la igualdad política (entendida como la garantía de que todos y cada uno de los votos tienen igual “peso” o “valor”) sobre una base de la desigualdad social; en México, masas de pobres adquieren igualdad nominal sin tener la oportunidad de aprovecharla. Como conclusión, no se puede ser políticamente igual si se es socialmente desigual, y queda de manifiesto que la democracia no garantiza la igualdad social o económica, únicamente la política.


¿Cómo moldear la democracia hasta convertirla en una herramienta útil para lidiar con el contrato social, ante el poco ejercicio de ciudadanía, la voluntad de la mayoría por encima de la individual y la creciente desigualdad social? Un profesor y experto en democracia nos plantea una solución.


La democracia directa para regresar el poder a la gente.


En su libro “Let the People Rule: How Direct Democracy can meet the Populist Challenge” (“Dejar a la Gente Gobernar: Cómo la Democracia Directa se encuentra con el Reto Populista3), John Matsusaka, catedrático y director del Initiative and Referendum Institute (Instituto de la Iniciativa y el Referéndum) de California, menciona que los “Padres Fundadores” de los Estados Unidos de América, John Adams, Benjamin Franklin, Thomas Jefferson, George Washington, entre otros, firmaron la declaración de independencia en 1776 y redactaron una constitución “elitista” en la que dejaron muy poco poder al ciudadano común, pues temían que se repitiera la historia de Grecia y Roma: demagogos manipulando las pasiones de la gente, ocasionando el caos político, repartiendo tierras (pasando por alto el derecho a la propiedad privada) y reduciendo o cancelando impuestos. De manera que se aseguraron de plasmar en el documento que el poder lo ejercieran los “letrados” y no la gente común (poco ilustrada, emocional en exceso y problemática). Por supuesto que al pasar de los años, se han “corregido” algunas de las leyes más discriminatorias y excluyentes, pero la estructura que da más poder a las élites que a la población, permanece hasta la fecha.


Algo similar ocurrió en el México Independiente. En 1824, 14 años después de iniciado el movimiento de independencia (que concluyó en 1821), entró en vigor la primera Constitución Federal de los Estados Unidos Mexicanos, documento creado por un Congreso Constituyente (una élite de reformadores tanto liberales como conservadores), y que fue una mezcla de las constituciones española y estadounidense4. Posteriormente, en 1917, es modificada por otra élite Constituyente convocada por Venustiano Carranza, y es la versión que sigue vigente (con varias reformas hechas a en los diferentes sexenios).


Matsusaka menciona que, es precisamente la visión elitista y centralizada del grupo de reformadores (fundadores), lo que originó la estructura de poder tal y como la conocemos actualmente: el congreso formula leyes (poder legislativo), el presidente “administra” las leyes (poder ejecutivo) y los jueces se encargan de arbitrar cuando existen desacuerdos relacionados con dichas leyes (poder judicial). Con el paso del tiempo, y ante la complejidad, tanto social como económica del mundo industrializado y globalizado, se fueron cediendo gradualmente la toma de decisiones (principalmente aquellas que requerían un conocimiento técnico avanzado) a expertos en distintas ramas administrativas y económicas llamados tecnócratas, quienes junto a legisladores, jueces y funcionarios, se organizaron en cámaras, secretarías, cortes, y un sinnúmero de dependencias de gobierno, asumiendo la mayoría (si no la totalidad) de las decisiones en política pública.


Se asume entonces que, tanto el poder de formular leyes como el de analizar y tomar decisiones en asuntos complejos, se delega a legisladores (electos por votación popular) y tecnócratas (designados por el Presidente), respectivamente, porque el ciudadano común carece del conocimiento necesario para tomar por él mismo dichas decisiones, sobretodo en aquellas que implican un alto conocimiento técnico (por ejemplo, la aparición de un nuevo virus y las formas de evitar su propagación entre la población), como también se asume que el gobierno no puede consultar a todos y cada uno de los ciudadanos y por ello se recurre a la representatividad de las cámaras.


Sin embargo, primero habría que diferenciar entre recurrir a tecnócratas para ciertos temas complejos, a recurrir a expertos para todos los temas involucrados en el ejercicio de gobierno, como también resaltar la diferencia entre la dificultad de la población de tomar decisiones en ciertos temas, a asumir que el ciudadano común no puede tomar decisiones en ninguno. Así que no se trata de personas más inteligentes o preparadas que otras, sino simplemente personas con distintas necesidades. Y en el caso de los legisladores, tendríamos que analizar si realmente existe la representatividad, esa que, supuestamente, justifica la existencia del poder legislativo.


La frustración de la gente al ser ignorada en la toma de decisiones, provoca el surgimiento de “líderes” que prometen desmantelar la élite del poder, atrayendo con sus prominentes discursos a una gran cantidad de personas que ven en ellos una esperanza para recuperar el control. A estos personajes se les llama populistas.


Para evitar esto, menciona Matsusaka, los mecanismos de democracia directa son efectivos, ya que, por un lado romperían el monopolio en la toma de decisiones de la élite gobernante, y por otro, acercaría al gobierno a las inquietudes y necesidades de la población, en pocas palabras, devolvería el poder a la gente. Estos mecanismos los ubica el autor en dos categorías: referéndums e iniciativas. Los referéndums (ampliamente utilizados en países europeos como Irlanda, Italia, Suiza y latinoamericanos como Uruguay), son consultas convocadas por el gobierno o los ciudadanos (en el caso de referéndums por petición), para conocer la opinión o curso de acción que la mayoría de la población desea tomar acerca de algún asunto de interés. Muchas veces son leyes vigentes que se someten a votación para saber si son rechazadas o ratificadas. Las iniciativas, por su parte, representan la modalidad más directa de democracia, ya que son los propios ciudadanos los que redactan la ley, basándose en sus intereses, e impulsan la votación para aceptarla o rechazarla. Las iniciativas normalmente abordan temas ignorados (la mayoría de las veces de manera consciente) por los gobiernos y los legisladores (matrimonio entre personas del mismo sexo, legalización del aborto o la mariguana, tope a los impuestos o deuda estatal).


El primer referéndum nacional en Italia, realizado en el año de 1974, curiosamente buscaba vetar una ley que permitía a parejas casadas divorciarse. La iniciativa fue rechazada por el 59% de los votantes. En 2018, en Irlanda, se legalizó el aborto a través de un referéndum nacional. Paradójicamente, Estados Unidos, uno de los países que más referéndums a nivel estatal ha implementado (California es el estado que más referéndums ha realizado en toda la unión americana, logrando importantes hitos como la reducción de impuestos sobre las propiedades de sus ciudadanos), nunca ha realizado un referéndum nacional. Por supuesto que también se han dado ejercicios de democracia directa con resultados poco favorables para la población. Quizá el más famoso en la última década ha sido el Brexit, referéndum nacional realizado en el 2020, el cual sometió a votación de toda la población británica si el Reino Unido debía permanecer como miembro de la Unión Europea o no, resultando en la salida definitiva de dicho país del complejo de naciones europeas. Una ola de incertidumbre y malas decisiones siguieron a la votación, principalmente ocasionadas por la falta de información previa suficiente acerca de las repercusiones que implicaba dejar la UE.


Es probable que el lector se haga esta pregunta cuando hablamos de democracia directa: ¿Se puede confiar en el criterio objetivo y la capacidad del ciudadano común para decidir y votar en asuntos tan trascendentales para un país? Para responderla, primero tendríamos que hacer énfasis en que, tanto el criterio como la objetividad, son influenciados por los valores y creencias subjetivas de las personas, y dependen de la información veraz y oportuna de la que dispongan. Para ilustrar mejor esto, pongamos como ejemplo uno de los temas más controversiales de las últimas décadas: el matrimonio igualitario. Una persona puede estar informada del tema, incluso convencerse después de indagar e investigar, que la unión civil entre personas del mismo sexo difícilmente pueda representar un riesgo para él o para la población, y aún así votar a favor de la ley que impide este tipo de uniones. Las creencias, ideología o convicciones, suelen ser más fuertes a la hora de formarse una opinión, que la objetividad de la información que se consulta. Esto explica por qué muchas personas responden simplemente, “porque está mal”, a la pregunta: ¿por qué no está de acuerdo con el matrimonio entre personas del mismo sexo? Por lo tanto, la capacidad del ciudadano común para decidir sobre temas trascendentes, debe medirse en función de poder “ir más allá” de su propio paradigma y contar con la mayor información útil objetiva disponible.


Por otra parte, es importante evitar el “sesgo de búsqueda”, es decir, hacer una investigación exhaustiva sobre el tema en cuestión, consultando no únicamente aquellas fuentes de información que vayan acorde a la propia ideología o creencia (sería como querer legislar sobre el excesivo consumo de carne de origen animal y preguntarle únicamente su opinión a la comunidad vegana de la ciudad). De hecho, me aventuraría a asegurar que mientras más opuestas a mi propio criterio sean las fuentes, más objetiva será la decisión que tome respecto a un tema. Sin embargo, ser imparcial y objetivo no garantiza el éxito de la democracia directa. Saber qué temas someter a consulta de la gente y cuáles delegar a los legisladores, también es importante.


Comúnmente, además de los temas que no requieren amplio conocimiento técnico, los asuntos que implican valores, cuestiones éticas o morales, y en los que la población difiere considerablemente en relación a su postura, son sometidos a consulta popular (despenalización del aborto, matrimonio igualitario y pena de muerte, por ejemplo). Por el contrario, los asuntos que requieren conocimientos técnicos específicos y en los que la mayoría de la población parece coincidir, son delegados a la legislatura (contratar tecnología para dotar de internet a una población, decidir el porcentaje del presupuesto gubernamental que se destinará a obras de infraestructura, aranceles en la importación de productos extranjeros o un incremento razonable en los impuestos estatales).


Sin embargo, en un país cada vez más polarizado (el propio Presidente Andrés Manuel López Obrador, es señalado por recrudecer esta polarización, al recurrir constantemente a la descalificación de los partidos “conservadores”, fracción ideológica opuesta a la suya, y quienes, asegura, han causado una debacle en la situación del país), es cada vez más difícil confiar en la objetividad de los legisladores y legisladoras, quienes constantemente justifican sus decisiones en función a los intereses de su partido o en los desaciertos de los partidos contrarios, en vez de analizar objetivamente qué tanto afectará la decisión a la población. Por lo tanto, las decisiones en temas que afecten intereses políticos o personales de los legisladores, es mejor someterlas a votación popular.


Otros criterios para asegurar el éxito en el ejercicio de la democracia directa son: hacer la pregunta correcta y dotar de suficiente información a la población, los cuales abordo en el artículo “Panorama nacional: la democracia directa en México”.


Fuentes consultadas.


1.- Encuesta Nacional de Calidad e Impacto Gubernamental (ENCIG) 2021, consultada en: https://www.inegi.org.mx/programas/encig/2021/


2.-Qué esperar de la democracia. Límites y posibilidades del autogobierno. Adam Przeworski. 2010. Press of the University of Cambridge.


3.- Let the People Rule: How Direct Democracy Can Meet the Populist Challenge. 2020. John Matsusaka, Princeton University.


4.- Universidad Nacional Autónoma de México UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, Documento académico Capítulo VI “La Constitución de 1824. 2016. Obtenido de: https://archivos.juridicas.unam.mx/www/bjv/libros/9/4426/11.pdf


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